Ella se llama María Antúnez y él se llama Pedro Alfonso de Orellana. María es una mujer caprichosa y Pedro es un hombre valiente.
Un buen día, estando ambos en un mirador que domina el Río Tajo, Pedro ve que María está llorando. Los intentos que hace para saber qué le esta ocurriendo a su joven amada son en vano pero no desiste en su empeño de averiguarlo.
Al fín, María, comienza a decirle: ” Ayer estuve en el templo porque se celebraba la fiesta de la Virgen y en su imagen, colocada en el alta mayor, resplandecía como un ascua de fuego. Yo rezaba a la Virgen y al alzar mis ojos, éstos, se fijaron en un objeto que me llamo la atención. El objeto es la Ajorca de oro que la madre de Dios lleva en uno de sus brazos. Desprende chispas de luz de todos los colores que voltean alrededor de las piedras. Al despertar, con el nuevo día, aun con los párpados cerrados, vi a una mujer morena y hermosa que llevaba la joya de oro y pedrería. Una mujer, ya no era la Virgen, que se reía de mí diciéndome lo brillante que es la joya y que nunca sería mía.
Pedro la interrumpió para preguntar a María qué Virgen poseía dicha joya a lo que ella le respondió que la Virgen del Sagrario.
Pedro quedó pensativo porque la joya prendía del brazo de la Virgen del Sagrario en su capilla de la Catedral de Toledo.
Este mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de ver se celebra en la Catedral la Octava de la Virgen.
Una vez terminada la ceremonia y una vez que se apagan las luces de la capilla y del altar mayor se procede al cierre de los goznes quedando el templo en el más absoluto de los silencios.
De entre las sombras sale un hombre que se acerca a la verja del crucero. Es Pedro.
La obsesión por complacer a María le lleva a un propósito criminal.
Sube la primera grada de la capilla mayor, donde algunos reyes están enterrados. Queda parado porque cree que una mano fría y descarnada le está sujetando pero sigue en su firme propósito.
A su alrededor todo es tiniebla y oscuridad.
De repente, ante sus ojos, aparece la reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro. La Virgen está tranquila y sonriente.
Pedro se domina y, extendiendo la mano con los ojos cerrados, arranca la ajorca de oro del brazo de la Virgen.
Sale huyendo y, con gran horror, ve que la Catedral está llena de estatuas que han descendido de sus huecos para ocupar toda la iglesia quedando su mirada fija en las pupilas de Pedro. Hay presencia de Reyes, Arzobispos de mármol caminando sobre las losas y toda el templo en movimiento.
Pedro nota como sus sienes latan violentamente notando como la sangre le inunda las pupilas. Lanza un grito desgarrador cayendo desvanecido sobre el ara.
Al día siguiente es encontrado, al pie del altar, por los dependientes de la iglesia con la ajorca de oro entre sus manos.
Al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:
¡ SUYA, SUYA !.
El infeliz estaba loco.